Se declaró culpable de varios cargos relacionados con el tráfico de estupefacientes. Nada fuera de lo previsible. Pero fue su abogado, Jeffrey Lichtman, quien desató un “trunami” político al ventilar lo que muchos ya intuían: que el gobierno de Claudia Sheinbaum pretende tapar, con elegancia tropical, cualquier rastro de vínculos entre los narcos y su antecesor… o con cualquier otro político de Morena —que los hay, y bastantes.
Según Lichtman, la presidenta Sheinbaum se sintió ofendida, casi al borde del llanto, porque el gobierno de México no fue invitado al club de negociación entre su cliente y los Estados Unidos. El abogado, con más conciencia de su papel que la mandataria del suyo, calificó de absurdo que México pretendiera involucrarse. Recordó, con algo más que sorna, que cuando el caso del general Cienfuegos —ni más ni menos que el jefe del Ejército— fue entregado como gesto de confianza, el gobierno mexicano no lo juzgó… sino que lo liberó y, por si fuera poco, lo condecoró. Todo muy institucional.
La presidenta, que da la impresión de prescindir de asesores o, peor, de hacerles caso, convocó una conferencia de prensa junto al gobernador de Sinaloa, Rubén Mocha Moya. El mismo que presume, sin pudor ni filtro, de sus vínculos con el narco de Badiraguato —cuna no sólo de capos sino también, al parecer, de gobernadores folclóricos. Mocha Moya, por si hiciera falta otro escándalo, estuvo envuelto en el secuestro y entrega del “Mayo” a las autoridades de EE.UU. Y ahí estaba, flanqueando a la presidenta, como un sello de garantía.
Con esa compañía, Sheinbaum quiso dejar claro que su gobierno no tiene nada que ver con el narco… y para que no quedaran dudas, afirmó que las declaraciones del abogado eran “irrespetuosas”. Negó vínculos, mientras estaba acompañada precisamente por quien no sólo los reconoce, sino que hasta los presume con una sonrisa de patio escolar. Luego se fue por la tangente, apelando vagamente a la colaboración histórica con EE.UU. en la extradición del Chapo, como si eso limpiara todo y, de paso, insinuando que las acciones recientes del país vecino traicionan aquel “espíritu de colaboración”.
¿Qué hay de fondo? Pánico. La presidenta está apanicada por lo que Ovidio pueda soltar: detalles sobre el financiamiento narco a las campañas de su antecesor, a candidatos de Morena, o sobre los compromisos adquiridos una vez en el poder. Todo eso ya ha sido documentado —con nombre y apellido— por Anabel Hernández y medios como ProPublica. Pero el gobierno mexicano, como si no quisiera pero no pudiera evitarlo, muestra con cada movimiento su verdadera intención: que por ningún motivo salgan a la luz esos vínculos inconfesables. Y es precisamente esa urgencia por encubrir lo que más los delata.
La ciudadanía, acostumbrada a sospechar, no tiene pruebas definitivas, pero cada torpe intento por negar el contubernio se convierte en prueba indirecta de su existencia. La pregunta que flota en el aire, cada vez más cargado, es: ¿pueden las declaraciones de Ovidio provocar un cisma que deslegitime a Morena y derrumbe el régimen?