
De die in diem
Donald Trump se encuentra en una encrucijada digna de manual político. Por un lado, podría cumplir su promesa de campaña y lanzar ataques con drones contra los narcotraficantes, con el consiguiente costo político de deslegitimar al régimen mexicano. Por otro, puede optar por la estrategia más rentable: asustar con el petate del muerto, es decir, obtener concesiones sustanciales únicamente mediante la amenaza de actuar.
La presidente Claudia Sheinbaum aseguró que no habría invasión y que “estábamos colaborando”. Esa colaboración se tradujo en la entrega de 26 delincuentes de alta peligrosidad a Estados Unidos, sin juicios de extradición y sin respeto alguno por sus derechos procesales. Muchos de ellos, incluso, tenían procesos judiciales pendientes en México. La figura legal utilizada fue la “expulsión del país”, aplicada a connacionales sin juicio previo. Entre los expulsados se cuentan figuras como Servando Gómez Martínez, alias La Tuta, líder de los “Caballeros Templarios” y “La Familia Michoacana”; Abigael González Valencia, cabeza de “Los Cuinis”; y Juan Carlos Félix Gastélum, yerno de Ismael “El Mayo” Zambada. Oficialmente, se dijo que fue un gesto para evitar aranceles impuestos por Trump; extraoficialmente, las malas lenguas lo califican como un sacrificio destinado a garantizar impunidad al expresidente López Obrador.
Menuda declaración la de la presidenta de México, Claudia Sheinbaum: “Estados Unidos no va a venir a México con los militares”. Y remató con un categórico: “Eso está absolutamente descartado”.
El asunto me recuerda al concepto de la Ventana de Overton (Overton window en inglés), ideado por el analista político Joseph P. Overton. Dicha teoría describe el rango de ideas, políticas o discursos que, en determinado momento histórico, se consideran socialmente aceptables o políticamente viables. El problema —o la belleza, según se mire— es que esta ventana no es fija: se desplaza. Lo que ayer parecía un disparate hoy puede convertirse en política oficial… y en el contexto de la relación México–Estados Unidos, los rieles de esa ventana se están moviendo a toda velocidad.
Durante una audiencia del Comité Judicial del Senado, el senador Ted Cruz declaró que los cárteles mexicanos tienen hoy mayor capacidad operativa que los propios Estados Unidos. Un comentario que podría parecer exagerado si no viniera de alguien que, cada vez que puede, coquetea con la idea de invadir México en nombre de la seguridad nacional.
La causal de guerra por defensa propia, reconocida en el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas, permite a un Estado usar la fuerza armada cuando ha sido atacado o enfrenta una amenaza inminente. Este argumento, históricamente flexible, ha servido para justificar desde la invasión de Irak hasta la de Granada. Ahora, todo indica que podría utilizarse para legitimar una eventual intervención unilateral contra el crimen organizado en territorio mexicano.
Se declaró culpable de varios cargos relacionados con el tráfico de estupefacientes. Nada fuera de lo previsible. Pero fue su abogado, Jeffrey Lichtman, quien desató un “trunami” político al ventilar lo que muchos ya intuían: que el gobierno de Claudia Sheinbaum pretende tapar, con elegancia tropical, cualquier rastro de vínculos entre los narcos y su antecesor… o con cualquier otro político de Morena —que los hay, y bastantes.
Según Lichtman, la presidenta Sheinbaum se sintió ofendida, casi al borde del llanto, porque el gobierno de México no fue invitado al club de negociación entre su cliente y los Estados Unidos. El abogado, con más conciencia de su papel que la mandataria del suyo, calificó de absurdo que México pretendiera involucrarse. Recordó, con algo más que sorna, que cuando el caso del general Cienfuegos —ni más ni menos que el jefe del Ejército— fue entregado como gesto de confianza, el gobierno mexicano no lo juzgó… sino que lo liberó y, por si fuera poco, lo condecoró. Todo muy institucional.
No fue el neoliberalismo el que entregó el país a los Estados Unidos: fue el populismo de la Cuarta Transformación. Aquel célebre “¡Al diablo con sus instituciones!” del entonces candidato López Obrador se ha traducido, ya en el poder, en una incapacidad institucional para enfrentar la presión del gobierno estadounidense. Pero tampoco hace falta que Washington promueva un cambio de régimen en México —al menos no intencionalmente—: ¿para qué, si ya los tienen comiendo de su mano?
La guerra psicológica, para quien aún no la haya googleado, es ese arte sutil (o no tanto) mediante el cual una potencia trata de doblarle el brazo al enemigo, ya sea con diplomacia disfrazada de amenaza, o con amenazas disfrazadas de diplomacia. No importa si las demandas son justas o injustas. El punto es que se cumplan. Y en esa lógica, la relación entre Estados Unidos y México está lejos de vivir sus mejores días: huele más a sala de interrogatorio que a salón de tratados.
Claudia Sheinbaum le ha hecho el caldo gordo al gobierno de Trump. En repetidas ocasiones declaró que, de ser necesario, convocaría movilizaciones en contra de la imposición de impuestos a las remesas. La declaración no pasó desapercibida en Washington. Desde la Oficina Oval, Kristi Noem —actual secretaria de Seguridad Nacional de los Estados Unidos— acusó a Sheinbaum de incitar deliberadamente a la protesta social. La respuesta de la presidenta mexicana fue un juego de evasivas: primero negó haber dicho lo que claramente dijo, después argumentó que sus palabras habían sido tergiversadas, y finalmente culpó a la oposición del malentendido.
Este episodio posee una gran relevancia histórica, pues marcó el inicio de las relaciones entre México y Japón. El 25 de julio de 1609 zarpó de Manila con rumbo a Acapulco don Rodrigo de Vivero, quien había sido designado gobernador interino de las Filipinas en 1608 por el virrey Luis de Velasco, su tío. El navío San Francisco, sobrecargado y partiendo en los albores de la temporada de ciclones, naufragó en las costas del Japón. Los sobrevivientes fueron auxiliados por pescadores de Onjuku, y posteriormente acogidos con hospitalidad por el señor feudal Honda, quien les brindó refugio y toda clase de facilidades en el castillo de Ōtaki, donde permanecieron hasta que el shogún ordenó su traslado a Edo (actual Tokio).
En tiempos de incertidumbre global, los inversionistas solían buscar refugio seguro en el dólar, lo que inevitablemente fortalecía su valor. Sin embargo, por primera vez en la historia financiera reciente, se observó un fenómeno inédito: los precios de los bonos estadounidenses caían y, simultáneamente, el dólar perdía fuerza. El capital se desplazaba hacia otras monedas consideradas más estables, como el franco suizo.
La política arancelaria de Donald Trump había centrado sus ataques en China. Al no obtener la sumisión que esperaba, su administración elevó los aranceles de manera escalonada: primero al 145%, luego al 245%. En una de sus múltiples contradicciones públicas, Trump declaró que mantenía negociaciones con Pekín, afirmación que fue desmentida de inmediato por las autoridades chinas. Más tarde, en un giro característico, aseguró que no jugaría más al “hard ball” y que reduciría los aranceles, no sin antes autoproclamarse vencedor (aunque nadie logró entender qué victoria reclamaba exactamente). China, por su parte, ha exigido la eliminación total de los aranceles como condición previa para cualquier diálogo.
Tuve oportunidad de visitar el Museo de la Migración Japonesa en el Extranjero, ubicado en el segundo piso de JICA Yokohama, en Minato Mirai. Me llamó la atención que gran parte de la exposición estuviera centrada en la migración hacia Estados Unidos y Hawái; en menor medida, sobre Brasil, y muy poco sobre el caso de México.
De la prefectura de Yamaguchi —de donde proviene mi familia— emigraron 57,837 personas, una cifra modesta comparada con los más de 109 mil migrantes originarios de Hiroshima. Ahora bien, esos números engloban a todos los países de destino, y es claro que a México llegó un número mucho menor que a Brasil o Perú. De hecho, en Yamaguchi existían asociaciones de amistad con Brasil y Perú, pero no con México.